Una tierra alfombrada de colinas tachonadas de cipreses que acentúa la hospitalidad italiana.
Enero 14, 2011
Quien viaja a esta deliciosa región del centro de Italia siempre repite. Junto a románticas, artísticas y literarias ciudades como Florencia o Siena, esta tierra alfombrada de colinas tachonadas de cipreses ha sabido trenzar con extraña naturalidad tantos siglos de historia con la impagable hospitalidad italiana.
Ni siquiera un par de semanas darían para disfrutar como se merecen las diez provincias que integran esta inspiradísima región a caballo entre el centro y el norte de Italia. Pero tampoco importa. En lugares como la Toscana lo sabio es dejarse algo esencial para agarrarse al sueño de volver. Eso sí, nadie en su sano juicio se atrevería a prescindir de Florencia; esa cuna del Renacimiento adornada hasta lo indecible de obras maestras brotadas de las manos de Leonardo, Donatello o Miguel Ángel, de señoriales edificios erigidos por los Medici y de un elegantísimo entramado urbano por el que encontraron inspiración desde Boccacio hasta Dante o Maquiavelo.
Hay que deambular desde la monumental piazza della Signoría, presidida por el Palazzo Vecchio, o desde la piazza del Duomo sobre la que se alza la Catedral, con su inmensa cúpula de Brunelleschi, la verticalidad del Campanile del Giotto y las puertas de Ghiberti del Baptisterio, hasta el fenomenal reguero de iglesias por las que, muy cerca las unas de las otras, gravitan los barrios florentinos con más sabor... Santa María Novella, la de San Lorenzo, en cuyas inmediaciones se desparrama el mercado más vivo de la ciudad, o la de Santa Croce, que esconde en su interior nuevos frescos del Giotto amén de las tumbas de italianos ilustres como Miguel Ángel o Galileo.
Las salas de la Galería de los Uffizi, la de l?Accademia y el Palazzo del Podestà que acoge al Museo Bargello le suman más arte si cabe a esta abigarrada orilla del Arno. Pero cruzándolo por esos puentes que despachan en sus atardeceres rojos otro de los espectáculos imborrables de Florencia, de su otro lado aguardan los museos del Palazzo Pitti y sus jardines de Bóboli, y otro buen puñado de iglesias deliciosas como la del Cármine y el Santo Spirito, dispersas por callejuelas menos trilladas por los turistas y con mucho más ambiente italiano vero, a través de las cuales buscar las panorámicas de infarto que ofrece sobre la ciudad entera el mirador del Viale Michelangelo.
Florencia es tal maravilla que es fácil entender que los otros tesoros de la Toscana queden a menudo eclipsados ante ?su majestad?. Sin embargo, el recorrido por la región es de esos que calan en el alma, porque también sus ciudades, digamos ?menores?, asistieron a ese movimiento rompedor y decisivo para la Humanidad que fue el Renacimiento, convirtiéndose en un auténtico laboratorio de la arquitectura, el arte, la ciencia y el pensamiento entre los siglos XIII y XVI.
A apenas ocho kilómetros de Florencia, tras avanzar por las primeras colinas de olivos y cipreses que alegrarán todo el viaje por la Toscana, el pueblito de Fiésole ofrece desde su mirador la última panorámica con la que despedirse por todo lo grande de Florencia.
Rumbo al sur, siguiendo las carreteritas secundarias de la ruta del Chianti entre castillos y primorosos pueblitos a rebosar de casonas dedicadas al turismo rural y de bodegas en las que probar su famoso vino, se arriba al otro plato fuerte a degustar con auténtica fruición. La eterna rival de Florencia, Siena, con su casco histórico arracimado alrededor de su nobilísima piazza del Campo, no ha cambiado demasiado de aspecto desde los siglos XIII y XIV. Pero el festín no ha hecho apenas empezar.
Si se pone rumbo al sur se desembocará en las playas salvajes del monte Argentario, mientras que hacia el este se irán hilvanando absolutas joyas algo menos atestadas de visitantes como Montalcino, la renacentista Pienza y la medieval Montepulciano, o los antaño bastiones etruscos de Cortona y Arezzo, dueñas y señoras todas ellas de un casco viejo que enamora.
Si desde Siena se opta sin embargo por dirigirse al oeste, a apenas 17 kilómetros aparece la aldea medieval de Monteriggioni, y a 30 más, posadas sobre una colina, las murallas que encierran el pueblito de San Gimignano, salpicado de torres con las que alardeaban de poderío sus acaudaladas familias de mercaderes.
A otra media hora, mucho más sosegada, la preciosidad de Volterra, en la que explorar su valiosísimo legado etrusco, romano, medieval y renacentista. Y todavía quedan las siete islas del archipiélago toscano o el fabuloso entramado medieval de Lucca, a tiro de piedra de la piazza dei Miracoli de Pisa sobre la que despunta su archiconocida Torre Inclinada.
Fuente: Hola