La historia de una de las familias reinantes más longevas del mundo parte el 8 de enero de 1297, cuando Francesco Grimaldi, conocido como el Malicioso, desembarcó en Mónaco disfrazado de monje franciscano, huyendo de las luchas internas que se vivían en su Génova natal.
Los Grimaldi, una familia rica, que además de comerciantes eran guerreros reputados, tomaron partido por los güelfos, aliados del Papa, enfrentados a los gibelinos, ligados al emperador romano-germánico.
Estas luchas obligaron a los Grimaldi, como perdedores, a exiliarse en tierras vecinas, apoderándose de Le Rocher (La Roca), como se conoce al una amante gitana y esta, despechada, le echó un juramento y maldición: “Ningún Grimaldi será feliz en el matrimonio”.
Bajo esta maldición que persigue a los Grimaldi, Alberto perdió su soltería el 1 de julio de 2011.
“Tiene 53 años (al momento de casarse) y, por imperativo legal, debe tener hijos, porque si no, el heredero será alguno de sus sobrinos (Andrea, hijo mayor de su hermana Carolina es el primero de la lista) y estos tienen una imagen de juerguistas, que no es apropiada para el principado. Se casa en un momento oportuno, con una chica discreta, con la ‘obligación’ de tener hijos inmediatamente”, detalla la escritora.
En estos años al frente del principado monegasco, Alberto “no ha aportado nada importante”, explica la autora de Los Grimaldi.
“Ha estado muy marcado por la personalidad de su padre y las poderosas fuerzas económicas de Mónaco, que no le han dejado mucha libertad de acción. De todo lo que dijo que iba a hacer, la mitad no lo ha hecho”, matiza.
Precisamente, el alejamiento de las hermanas de Alberto de Mónaco, principalmente de Carolina, es lo que explica que se estaba perdiendo el interés mediático por esta familia.
Para Yagüe, “Carolina es la digna heredera de su padre, mucho más importante que su hermano.
Con la hija mayor de Raineiro en segunda plano, que es lo que está haciendo desde hace unos años dejando el protagonismo a Alberto, se extingue el interés glamoroso por los Grimaldi. Vivimos en una etapa de mediocridad internacional en todos los ámbitos, y Mónaco y Alberto II no se escapan de ello”.