Jacqueline Bouvier Kennedy Onassis y la ‘princesa’ Caroline “Lee” Bouvier Radziwill tuvieron una compleja relación de amor y envidia en la que sus deseos de vivir rodeadas de glamour y poder las llevaron a competir por el cariño de los mismos hombres.
Eran lo que se conoce como rarae aves: rarezas vivientes en todos los lugares que pisaban.
Jacqueline y su hermana Caroline fascinaban con su extraña belleza a hombres y mujeres por igual.
Eran distintas en sus personalidades, pero iguales en sus ambiciones, mismas que las llevaron a una escalada social que, tal vez, resultó más alta de lo que ellas, incluso, esperaron.
La mayor era Jackie, nacida Bouvier, luego Kennedy y más tarde Onassis. Una de las primeras damas más queridas que ha tenido Estados Unidos, algo que ganó con su comportamiento ejemplar durante el cargo y por la fortaleza que mostró durante y después del asesinato de su esposo, el presidente John F. Kennedy.
Fallecida a causa de cáncer en 1994 a los 64 años, dejó en total consternación a su hermana menor, Caroline, más conocida como “Lee”, quien murió hace unos meses en Nueva York a los 85 años, cerrando con el final de su vida todo un capítulo de influencia en la política y en la sociedad estadounidense, sumado al hecho de que, al igual que Jackie, se convirtió en una referencia de lujo y elegancia a nivel global.
Pero en medio de esta atmósfera de poder, refinamiento y del profundo amor fraternal que sin duda compartían, fueron también rivales aguerridas.
Ambas buscaban la atención y admiración de hombres famosos y millonarios, por lo que no dudaron en competir fieramente, lo que las llevó a tejer entre sí una red de rencor pese a que, ante los ojos del mundo, su relación era perfecta.
El inicio de la ambición
Las hijas de Jack ‘Black’ Bouvier III y Janet Norton Lee nacieron para competir.
“Si tú haces algo, yo puedo hacerlo mejor”, era su frase preferida, una constante que, desde niñas, que definió sus vidas.
Comenzaron por sus padres, que era lo que tenían a la mano. Jackie resultó la favorita de Jack, un hombre guapo, seductor y alcohólico empedernido. Ella se le parecía, sólo que con el rostro cuadrado y una tez más morena.
“Lee” era lo opuesto: de apariencia frágil y pelo claro, se convirtió en la predilecta de su madre, una mujer conservadora, demasiado preocupada por el qué dirán.
Así, cada una con su aliado, crecieron en la finca Lasata, propiedad de los Bouvier en el elegante resort de verano de East Hampton, a tres horas de Nueva York. Lo combinaban con un piso en Manhattan, rodeadas de una familia en discordia, pero también de la crema y nata de la sociedad neoyorquina.
De acuerdo con el libro The Fabulous Bouvier Sisters: the Tragic and Glamorous Lives of Jackie and Lee, escrito por Sam Kashner y Nancy Schoenberger, las niñas siempre disfrutaron “lo mejor de lo mejor”, aunque sus padres convivieran con la armonía que se espera al juntar perros y gatos.
Su vida era holgada, sí, pero Jack Bouvier vivía endeudado y llevaba una vida poco edificante, por lo que si tenían dinero disponible era gracias a sus abuelos paternos, un matrimonio acomodado de origen irlandés que permitió que Jackie y Lee estudiaran en los mejores colegios disponibles y que, además, recibieran clases de equitación, tenis y ballet.
Cuando llegó la hora, como era de esperarse en damas como ellas, las hermanas debutaron en sociedad en París. Era 1951 y desde entonces llamaron la atención su encanto y su natural sentido del estilo.
Entonces comenzó otro tipo de competencia entre ellas. Lee era, en términos clásicos, la más bonita, pero Jackie era dueña de una personalidad enigmática. Su carácter introvertido la dotaba de un aire misterioso que resultaba fascinante para todos.
Mientras Lee sonreía de oreja a oreja, Jackie se limitaba a hacer lo que la “Mona Lisa”, y ese allure tan poco americano (y más del estilo europeo que Jackie admiraba) fue lo que le dio ventaja en la competencia más dura que tuvo con su hermana: la que mantuvieron por los hombres que se cruzaron en sus vidas.
Envidias, monedas y silencios
El bailarín de ballet Rudolf Nuréyev era abiertamente gay; sin embargo, cayó locamente enamorado de Jackie, aunque fuera de manera platónica.
Eso fue un duro golpe para el ego de Lee, la cual conoció primero a Nuréyev y de quien se había vuelto tan amiga que se decía que, incluso, mantenían una vida sexual.
De eso y de más asuntos truculentos se sabrá ahora que Lee ha muerto y que ambas, iconos de la moda y estrellas del jet-set, no podrán seguir guardando los secretos que las unieron y dividieron.
Más sobre las hermanas
Amigos cercanos de ambas me cuentan que Lee (a quien vi por última vez en el desfile de Carolina Herrera en la pasada semana de la moda en Nueva York, poco antes de su fallecimiento) no dijo ni una palabra en el funeral de Jackie, en el ahora lejano 1994.
El evento se realizó en la iglesia de San Ignacio de Loyola, donde de manera irónica también fue la despedida de Lee.
El punto es que hace 25 años, la hermanita de Jackie guardó un silencio incomodísimo provocado por la noticia de que la exprimera dama no le había dejado ni un centavo en su testamento de 38 páginas.
“Fue una bofetada pública”, dijo alguna vez. Jackie le heredó medio millón de dólares a los hijos de Lee; sin embargo, para ella nada, pues “ya la había ayudado mucho a lo largo de su vida”.
El dinero, se puede ver, fue muy importante para las protagonistas de esta historia, que buscaban con desesperación fuentes de billetes verdes.
Así que la ausencia de herencia para Lee era un golpe final con el que Jackie, quizá, pretendió definirse como la ganadora absoluta de la competencia.
Basta imaginar cómo debió ser escuchar cada detalle de la fortuna que su hermana mayor logró amasar, herencia de los Kennedy, de los Onassis y de las acertadas inversiones con las que su amante, Maurice Tempelsman, logró multiplicar todo ese dinero, y quedarse sin nada. Y es que aunque Lee vivía bien, nunca pudo derrochar en extravagancias.
Temprana ambición
Dicen que su voraz interés por el dinero se incrustó en ellas desde muy pequeñas. Ya que su padre había perdido la fortuna familiar y las niñas sabían que si iban a buenos colegios era gracias a sus abuelos, crecieron con una gran incertidumbre económica, que en el mundo de millonarios en el que vivían se traducía en una cruel inseguridad social.
Ser pobres (o casi) en un núcleo como el de la alta sociedad neoyorquina, era duro para las Bouvier, que recuperaron algo de estabilidad tras el divorcio de sus padres en 1940.
Su madre, Janet, no tardó en casarse de nuevo, esta vez con el excéntrico heredero de un millonario negocio petrolero. Se llamaba Hugh Auchincloss Jr. y dio a Jackie, de 11 años, y a Lee, de 7, un nuevo y lujoso hogar llamado Merrywood, muy cerca de Washington, D.C.
Además la familia creció: Hugh tenía tres hijos de dos matrimonios anteriores, con quienes las hermanas convivían en su nueva casa de verano ubicada en el resort de New Port en Rhode Island, que gozaba de una hermosa vista al mar, la cual años más tarde sería el marco de la boda de Jackie.
La mayor de las Bouvier nunca se encariñó con su padrastro. Lo respetaba y era correcta con él, pero echaba de menos a su padre, a quien cada vez le iba peor. Mientras tanto, Lee estaba encantada con Washington y con las comodidades que recibía gracias al nuevo matrimonio de su madre, “muy al estilo de los parientes pobres del señor Auchincloss”, llegó a comentar con sorna un amigo de las hermanas en aquellos años.
Lo peor estaba por venir
Janet Bouvier tuvo dos hijos con Auchincloss, Janet y Jamie, pero para entonces Lee y Jackie ya estaban haciendo sus vidas.
Como dando un golpe ventajoso, Lee se casó primero. Tenía 20 años y su marido era un chico rico llamado Michael Canfield. Pese a que su padre les había recomendado siempre “hacerse del rogar”, ya que eran mujeres “educadas y criadas para brillar” que debían ser difíciles de conquistar, Jackie dio su “sí” a un joven tan sólo un mes después de haber atrapado el ramo de novia en la boda de su hermana.
La historia es conocida...
Había estado trabajando como fotógrafa, retratando a políticos para una columna de un periódico de la capital del país y uno de sus fotografiados acabó por convertirse en su prometido.
Era el hombre soltero más rico y codiciado de Washington, llamado John F. Kennedy, destinado a ser uno de los presidentes más célebres de su nación.
Los dos, atractivos y prometedores, enlazaron sus vidas el 12 de septiembre de 1953 en una ceremonia a la que Jack Bouvier III no pudo asistir. Se emborrachó de tal manera la noche anterior, que no pudo ser el padrino ni llevar a su hija favorita al altar.
Muchos aseguran que el mayor resentimiento entre las hermanas nació en aquella boda. Para Lee era obvio que Kennedy no solamente tenía más dinero que su novel marido, sino que era más guapo y carismático.
Las malas lenguas aseguran que no pudo evitar enamorarse de su cuñado, quien mujeriego como era, no se quejaba de la presencia de la sexy hermana de su esposa. Se comenta que Jackie sospechó siempre que John le había sido infiel con Lee. Verdad o mentira, la sola duda es terrible…
Lee, además de coquetear con John, no tardó en aburrirse de su marido, con quien no tuvo hijos, y encontró la felicidad en Londres, en los brazos de un maduro aristócrata polaco: Stas Radziwill.
Cuando se casaron, en 1959, Lee comenzó a usar el título nobiliario de su marido, que él no empleaba al ser ciudadano inglés. Eso a ella no le importó y se empezó a hacer llamar “princesa Radziwill”.
En la capital inglesa, donde Jackie la visitaba con frecuencia en su bella casa de campo, la pasaron regio entre fiestas, cacerías y galas.
Fueron breves años de armonía entre las hermanas, quienes, además, tuvieron hijos de edades cercanas. Jackie tenía a Caroline y John y Lee a Anthony y a Anna Christina.
Un nuevo problema
John F. Kennedy fue asesinado el 22 de noviembre de 1963. Pocos meses antes, Jackie había perdido a su tercer hijo, Patrick, quien murió unas horas después de nacer, por lo que se encontraba deprimida. Para animarla, Lee la convenció de ir con ella a un crucero por el Mediterráneo en el yate de un magnate griego llamado Aristóteles Onassis, el amante de la soprano Maria Callas.
Jackie aceptó la invitación a pesar de las críticas de su entonces vivo marido, y, sobre las aguas azules de las islas griegas, el apasionado Onassis quedó prendado de ella. Trágico es que, en aquel momento, Lee tenía un affair con el millonario, y siempre culpó a su hermana de haberle ‘robado’ a ese hombre cuya fortuna deseaba a niveles desesperados, ya que Radziwill no tenía tanto dinero como parecía.
Al terminar el crucero, pese a que sólo había mantenido una relación platónica con el armador griego, Jackie quedó fascinada por “el amor a la vida y el ingenio del griego”. Al abandonar el barco, Onassis le obsequió a la mujer de Kennedy un juego de collar y aretes hechos con rubíes y diamantes, mientras que a Lee, su amante, le dio tres pequeños brazaletes. Un gesto que lo dijo todo.
El nacimiento de Jackie O
Tras el asesinato de Kennedy, Onassis visitó a la desconsolada viuda en la Casa Blanca, creando un lazo que se mantuvo discreto a lo largo de algunos años. Lee no podía de la rabia y se inició un periodo turbulento en la relación de las hermanas.
Cuando después de muchos romances que no llegaron a nada, Jackie decidió mudarse a Nueva York, reconectó con su hermana, quien para entonces se había divorciado de Radziwill. Se veían con frecuencia, pero la competencia por los hombres y sus fortunas había amedrentado su relación, que se fracturó aún más en 1968.
Tras el asesinato de su cuñado Robert F. Kennedy, quien era muy apegado a ella (tanto que se rumoró que tenían una relación), Jackie se sintió aterrada por Estados Unidos y decidió dar a su vida un cambio de 180 grados.
El 20 de octubre de ese año se casó en la isla Skorpios con su tenaz pretendiente Onassis. Lo que jamás imaginaban es que, tras ese enlace, comenzarían años de un matrimonio desastroso rodeado de un sinfín de tragedias.
Onassis le dio a Jackie el dinero que ella nunca había podido disfrutar, ya que los Kennedy eran conocidos por ser tacaños y por mantener su fortuna en inversiones y no en efectivo.
Los millones y las joyas que recibía de él eran para ella como los tesoros de la cueva de Alí Babá y, sobre todo, eran las tentaciones con las que su hermana Lee tanto había soñado.
Mientras la viuda de Kennedy, ahora conocida como Jackie O y blanco de los paparazzi en todo el mundo, se paseaba por Capri, las islas griegas y Manhattan con su marido, Lee, quien siempre había soñado con ser actriz y actuado en la obra de teatro Laura, escrita por su amigo Truman Capote, se casó de nuevo en 1988. El elegido fue el director de cine Herbert Ross, aunque el matrimonio tampoco funcionó y se divorciaron en 2001.
Viuda de nuevo
La salud de Onassis, destrozado por la muerte de su hijo Alexander en un accidente aéreo en 1973 y arrepentido de haberse casado “con la mujer más dura y gastadora del mundo” que había llevado a su vida “la maldición de los Kennedy”, fue deteriorándose con velocidad.
Murió solo en París el 15 de marzo de 1975. Había buscado el consuelo de su examor Maria Callas (quien odiaba a Jackie y a Lee) mientras su esposa estaba en Nueva York.
Jacqueline voló a Grecia acompañada de su excuñado, el senador Ted Kennedy, para asistir al funeral de Aristóteles en la isla en la que se habían casado. La relación que tenía con su hijastra Christina era pésima y el cortejo fúnebre fue un escándalo porque Ted comenzó a hablarle a la hija de Onassis de “la necesidad de dejar bien atado lo de la herencia de Jackie”. Dicen que la pobre chica se bajó llorando desconsolada del auto en el que iban.
Aquel fue un matrimonio terrible que enriqueció a Jackie con 26 millones de dólares. Fortuna que su nuevo amor, un desconocido pero riquísimo dealer de diamantes, que estaba casado y se llamaba Maurice Tempelsman, convirtió en poco más de 100 millones.
Mucho dinero, pero...
El dinero, ya lo supieron después las hermanas, no lo es todo. Jackie Kennedy Onassis fue diagnosticada en 1993 con linfoma no Hodgkin y, tras batallar con la enfermedad y recibir la noticia de que no se podía hacer nada para salvar su vida, prefirió no luchar, aceptando su final y muriendo a su manera con ayuda de sus médicos en Manhattan el 19 de mayo de 1994.
Acompañada de Tempelsman y de sus hijos John y Caroline, rodeada de sus libros, las cosas que más le gustaban, y oyendo su música favorita, se despidió de sus amigos y familiares, entre ellos Lee, quien se dice le profesó su amor.
Después ocurrió la lectura del testamento, y que Lee no hablara ni leyera siquiera un poema en el bien planeado funeral de Jackie, fue una humillante sorpresa.
Pero ante todo, es una lástima que no hubieran desistido nunca de sus ambiciones materiales, que las llevaron a tener tantos privilegios como dramas.
Anthony Radziwill, el hijo de Lee, murió de cáncer el 10 de agosto de 1999 a los 40 años, a menos de un mes de haber llorado la trágica muerte de su querido primo John F. Kennedy Jr. el 16 de julio de 1999, cuando a los 38 años tuvo un accidente aéreo junto a su esposa Carolyn y su cuñada Lauren Bessette.
Una coincidencia espantosa que, de haber estado viva Jackie, quizá la hubiera obligado a reunirse con Lee del modo en que sólo una hermana podría hacerlo ante las que fueron tragedias como pocas.